16 Jun 2021/ Miscelanea

Cuentagotas

Por UAM Cuajimalpa a las 02:06 pm


La minería ha secado ríos y ha cambiado tanto el tejido social que pequeñas comunidades quechuas desaparecieron.

Alejandra Carmona López

Dionisia Cerda tiene 56 años y ya se acostumbró a levantarse temprano los jueves. Ese día despierta a las las siete de la mañana para echar a andar la lavadora. La máquina sólo lava, no enjuaga, por eso el proceso de limpieza la mantiene concentrada hasta la una de la tarde: quita el detergente a mano, prenda por prenda. No importan los cinco grados que promedia una mañana de otoño. En una casa de cuatro habitantes -pareja y dos hijos-, Dionisia no descansa, aunque el frío le entuma los huesos de sus manos.

No enjuaga la ropa en una máquina porque no puede: eso la obligaría a usar más agua. Y es tan escasa que Dionisia debe planear con certeza milimétrica lo que necesita para lavar ropa, tiestos sucios, regar los tres árboles de durazno que tiene en su patio, llenar el inodoro y dar de beber a los tres patos con quienes comparte su terreno en Los Culenes, una localidad de San Pedro de Melipilla, a dos horas de Santiago de Chile.

Pero Dionisia no siempre vivió así, contando gotas. Antes del terremoto que azotó la zona central y sur de Chile en 2010 vivía en una casa de barro en otra localidad cercana. Allí tenía un pozo de agua que no era muy profundo, pero le alcanzaba.

—Pero eso ya es como si fuera en otra vida —dice Dionisia.

Ahora debería hacer un pozo más profundo para encontrar agua porque ya no hay cerca de la superficie de la tierra. Y una excavación de esas características puede llegar a costar 5 millones de pesos chilenos, sólo para que alcance para bebida, algo así como 3 mil 500 dólares. Si alguien necesita más líquido para la agricultura, el pozo puede doblar en precio. Y en esta, una de las zonas más pobres de la Región Metropolitana, cada peso cuenta.

En otra región, en la zona central de Chile, los habitantes culpan por la falta de agua a las granjas porcinas. Algunos estudios de organismos chilenos aseguran que la crianza industrial de cerdos se chupa el agua con pozos profundos que sirven para dar de beber a los animales además de limpiar los pabellones donde los engordan y faenan. Si a eso se suman las empresas agrícolas, con cultivos de frutillas y olivos, resultan evidentes las razones de la falta de agua: en la zona donde vive Dionisia están Ariztía y Agrosuper, empresas que se dedican a los alimentos derivados de pollos, pavos y cecinas (como jamón para el pan o salchichas). En el sector también hay viñas, como Indómita, que en los últimos años ha exportado -en promedio- 15 millones de dólares anuales en vinos.

El estudio “San Pedro, la verdad escondida entre los cerros” realizado en 2012 por el geógrafo Froilán Cubillos y sus alumnos Michele Ortúzar y Joaquín Prieto de Universidad Metropolitana de Ciencias de la Educación detalló que en San Pedro, solo en 4 pabellones, la empresa Agrosuper utilizaba 37 m3 de agua al día. Y en San Pedro hay 100 pabellones si se suman otras empresas. Es decir, los pabellones, diariamente gastan en agua lo mismo que una familia de 4 integrantes consumiría en siete semanas.

—Más encima ahora con la pandemia, se necesita mucha más agua. No alcanzamos a lavar todas las cosas que compramos ni la fruta, nada, porque el agua no alcanza —narra Dionisia.

Pedro Ulloa, activista y dirigente social de San Pedro de Melipilla, dice que la gente se ha acostumbrado a vivir sin agua mientras los empresarios incluso la transportan desde sectores rurales y secos, como Los Culenes, hasta sus industrias o hectáreas de viñedos y olivos.

Pedro mide 1.67 metros, es moreno y no se cansa de denunciar cómo su provincia se ha ido secando. Es dirigente vecinal hace más de 10 años y ha vivido en carne propia la falta de agua. Lo sabe porque ha trabajado la tierra desde que nació, hace 35 años, y aprendió el oficio que ancestralmente llevó adelante su familia: el cultivo de frutillas y ají. 

Ulloa cuenta que los habitantes de esta zona utilizan la cuenca El Yali para subsistir y la sobreexplotación ha influido en su caudal.

—Esta es una cuenca de 2 mil litros de agua; sin embargo, alimenta a 2 millones de cerdos —dice Pedro—. Cada vez es más difícil y costoso conseguir agua para continuar con su trabajo.

Sus manos son dos costras modeladas al sol. Tiene ampollas y en tiempo de cosecha -entre enero y abril- suma cortes y rasmilladuras. En esos meses duerme sólo 3 horas diarias porque planta, corta y cosecha sus cultivos. Además, guarda las semillas de ají que su familia viene conservando hace 30 años.

Dice que las empresas llegan con sus maquinarias a hacer hoyos profundos que secan las napas y dejan sin posibilidades a sus vecinos. En San Pedro -de cerca de 9 mil habitantes- hay quienes no tienen pozos, pero sí acceso a las APR (Agua Potable Rural), un plan que nació en 1964 y dota a las comunidades alejadas de la posibilidad de manejar sus recursos hídricos. Es decir, de tener su propio estanque de agua para luego repartir entre quienes habitan un sector. El 10% de Chile vive así.

Pero también hay quienes no pueden hacer pozos ni acceder al Agua Potable Rural, como pasa en Los Culenes.  Comunidades que se ven forzadas a acostumbrarse a los camiones aljibe que cada semana les entregan agua casa por casa. La distribución –en ese caso– está a cargo del municipio.

A Dionisia el camión le deja, cada jueves, 300 litros que debe racionar en una semana. Es decir, cada uno de los integrantes de su familia podrá utilizar poco más de 13 litros diarios. Eso es mucho menos de lo que usan las zonas de Chile que no tienen inconvenientes con el agua. Por ejemplo: en cualquier lugar del mundo una ducha puede promediar 50 litros de consumo y una descarga de inodoro utiliza aproximadamente 10 litros.

Aunque parezca absurdo, la escasez genera un gran negocio. Por ejemplo, según un reportaje publicado en Ciper el año 2017, entre 2010 y agosto de 2016, el Estado desembolsó más de $92 mil millones en el arriendo de camiones aljibe y, en ese mismo periodo de tiempo, en una región del sur de Chile, Biobío, sólo un empresario había ganado más de $23 mil millones.  

En un país desigual como Chile –donde  una persona acomodada puede ganar un sueldo 27 veces más alto que una pobre– el agua no sólo sirve para vivir, sino que se convierte en un indicador de injusticia medioambiental.

El negocio del agua en Chile se puede ver en distintos “emprendimientos”. No sólo se trata de camiones aljibe, también existen empresas de compraventa de agua que ofrecen servicios de asesoría a quienes quieren desprenderse de sus derechos de agua y a quienes quieren comprarlos, como si el objeto de la transacción fuese un auto o una casa.

Pero ¿qué es un derecho de agua? En 1981, cuando campeaban los años más sangrientos de la dictadura de Augusto Pinochet, una comisión especial elaboró un código que separó el agua de la tierra. De esta manera, ese gobierno dio vida a los Derechos de Aprovechamiento de Aguas, algo así como un título de propiedad sobre el agua que fueron entregados a particulares quienes posteriormente los fueron vendiendo sin regulación.

Aunque el código determinó al agua como “un bien de uso público”, también otorgó un derecho de aprovechamiento real -expresado en acciones o metros cúbicos- que a su vez fue sellado por la Constitución de 1980, que estableció -en el artículo 19, numeral 24- que el derecho real es un derecho de propiedad. Es decir, que el agua es de su dueño y no del Estado.

Después del estallido social, un proceso que levantó la ciudadanía en octubre de 2019, el agua también se puso en el foco de quienes cuestionan el modelo económico elaborado en dictadura. Mediante un plebiscito realizado el 25 de octubre de 2020, las y los chilenos votaron iniciar un proceso para escribir una nueva Constitución. En ella, la propiedad del agua será un tema relevante.

Si bien el proceso de privatización del agua empezó en dictadura, también lo profundizó la Concertación que llegó al poder después de la caída de Pinochet, en 1990. Si el dictador había logrado que el agua tuviera dueños en su origen, los gobiernos siguientes terminaron de privatizarla. En 1995 el Estado comenzó a desprenderse de las empresas sanitarias que se encargaban de la gestión del agua y que, en la actualidad, pertenecen en su totalidad a empresas extranjeras, como SGAB (Grupo Suez) o el Fondo de Pensiones de los Profesores de Ontario, en Canadá.

Es ese mismo modelo económico el que ha flanqueado la felicidad de los habitantes en las tierras que se secan, como en el norte de Chile, donde las empresas mineras han chupado y contaminado el agua de los ríos durante años.

Alguna vez Quillagua fue un vergel. Situada a 280 kilómetros al norte de Antofagasta y a orillas del río Loa, la localidad aymara tenía paisajes que hoy ya no existen, recuerdan sus habitantes.

—Todos sembrábamos alfalfa y así teníamos para el ganado y los conejos —cuenta Víctor Palape de 60 años, quien vive en el lugar desde que nació—. Cuando yo era chico había peces en el río, sacábamos camarones.

Víctor Palape dice que todo comenzó a cambiar cuando la explotación minera que operaba en la zona contaminó el río Loa por primera vez en 1997. El Loa es el río más largo de Chile: atraviesa el desierto de Atacama desde la cordillera de Los Andes y llega hasta el mar, el Océano Pacífico.

Palape recuerda que fue Codelco –la empresa estatal de cobre– la compañía que primero ensució el cauce. Entre 1997 y 2000 hubo dos episodios de contaminación: el primero, se produjo cuando se filtró xantato, un residuo tóxico que deriva de la refinación del cobre. En el segundo, se sumaron nuevos tóxicos que el Servicio Agrícola y Ganadero calificó entonces de alto impacto: “El río Loa ha sido afectado por episodios de contaminación que han alterado la calidad de las aguas, poniendo en riesgo la sostenibilidad ambiental de este ecosistema y afectando diversas actividades de la zona”.

—La situación ha ido mejorando, de hecho hoy el colegio tiene 40 alumnos, pero el vergel que éramos, la cantidad de vida que tenía el río, nunca va a ser el mismo —dice el líder de la comunidad aymara que los habitantes formaron en 2003 en un intento por refundar Quillagua: entonces se organizaron y recuperaron algunas tierras y derechos de agua que habían cedido a grandes mineras.

Pese a que el río cada vez lleva menos agua, sobre todo desde agosto y los meses de verano, Quillagua es una especie de vergel en medio de uno de los desiertos más áridos del mundo. Las hileras de casas de barro, de un piso, flanquean la plaza donde los vecinos hacen más vida social. Aunque eso era mucho más frecuente antes de la pandemia.

Como agrupación aymara, cuando comenzó a extenderse el Covid por Chile, decidieron cerrar el pueblo y que sólo pudieran entrar y salir sus habitantes. “Pero un empresario que justamente tiene un negocio de sondaje de agua, por medio de la justicia, logró revertir esa medida”, cuenta Palape.

Entonces, no sólo se vieron afectados por la escasez de agua, sino que la pandemia les dio un golpe peor. La decisión de abrir las fronteras de la comunidad causó que de 160 habitantes, 36 de ellos enfermaran de Covid. Que el empresario derribara la barrera sanitaria que habían levantado los aymaras provocó que dos quillahueños murieran a causa del virus.

Codelco nunca reconoció la primera filtración, sin embargo, el mismo Servicio Agrícola dijo en ese momento que el xantato sólo podía tener un origen: la actividad metalúrgica industrial, específicamente la minería del cobre y molibdeno. Todo esto metamorfoseó incluso el tejido social de Quillagua: muchas personas comenzaron a emigrar y el único colegio que había llegó a tener sólo dos alumnos, entre ellos uno de los hijos de Víctor Palape.

Después del desastre del Loa, los quillahueños vendieron parte de sus derechos de agua a la Sociedad Química y Minera, que en 2020 y junto al Gobierno Regional, inauguró un tranque con capacidad para almacenar 30 millones de litros de agua que busca garantizar el consumo humano, agrícola y ganadero.

Desde La Sociedad Química y Minera afirman que el tranque ha tenido un buen funcionamiento. “En la zona hay un Agua Potable Rural que tiene una planta de osmosis para purificar el agua y dejarla apta para el consumo humano. La Sociedad Química y Minera apoya la labor del Agua Potable Rural para que la planta pueda operar adecuadamente. Está contemplado, de todos modos, que, en caso de emergencia, en una colaboración público-privada se otorgue abastecimiento a través de camiones aljibes”, dicen por escrito. Sin embargo, Palape asegura que el impacto de las mineras ha sido tan grande que, aunque se levanten distintos proyectos “ya no vamos a tener el agua que salía limpia y en gran cantidad”.

Mientras en el norte de Chile hay comunidades que intentan sobrevivir a las empresas mineras, en la resistencia por la defensa del agua también hay otras comunidades que hacen frente a las industrias agrícolas. Como Petorca, una provincia que se ubica 220 kilómetros al norte de Santiago, en la región de Valparaíso, y se ha convertido en uno de los símbolos de la privatización del agua en Chile.

En los últimos 30 años los cerros de la zona se han llenado de paltos, el oro verde, como han llamado los habitantes de la zona a los cultivos. El impacto de la agricultura ha sido tal que, en Petorca, una persona consume por día menos agua que un palto (o árbol de aguacate). El 10 por ciento de los lugareños resiste ante la escasez hídrica con las provisiones que entrega la APR y un 20 por ciento recibe agua de camiones aljibes.

Pese a que el aguacate puede parecer el alimento más sano del mundo, tras él hay un escenario que los habitantes de Petorca quisieran borrar: los cerros tupidos de aguacates parecen una alfombra verde mientras abajo, donde están los pequeños campesinos, la vida es yerma.

Verónica Vilches tiene cincuenta años y es presidenta de Agua Potable Rural de San José de Cabildo, en la provincia de Petorca. Ella es una de las encargadas de administrar el agua que se reparte entre los mil habitantes de su localidad.

—Desde que llegaron los empresarios todo se secó. Y no es que no haya agua, porque sus paltos están verdes hacia los cerros y nosotros, que estamos abajo, vivimos en la sequía total. Hacen pozos profundos antes que el agua escurra —dice Vilches.

Verónica Vilches es una mujer de contextura delgada. Parece más fuerte de lo que su cuerpo dice. Viste siempre pantalones gruesos de trabajo y zapatos duros para pisar la tierra. Nació en Petorca y hoy ocupa ocho hectáreas de terreno con sus 8 hermanos. Cada uno se construyó una casa en el terreno que, antes de la crisis hídrica, les daba todo para vivir. Incluso con la leche de las vacas hacían el pan. Pero ahora no hay animales ni gallos que canten por las mañanas

Verónica narra que en medio de la pandemia todo ha sido más difícil: no les alcanza el agua para lavar los productos que consumen y, cuando se les acaba el agua, tienen que salir a comprar en medio de las restricciones de la cuarentena que opera en gran parte de Chile.

—Hay gente que ni siquiera alcanza a lavar las mamaderas (biberones) de sus hijos —dice Verónica. 

A pesar de que está segura que la provincia de Petorca nunca volverá a ser lo que era, confía en un pozo que encontró la comunidad y que esperan les entregue agua de forma natural. Le pidieron al municipio que lo habilitara; sin embargo, aún no está en funciones. Es lo que ella ha llamado “el pozo del pueblo”. Un hallazgo que alimenta esperanzas.

—Al menos tendremos agua para consumo humano. Pero, ¿quién nos devuelve las flores a la orilla del río o el canto de los pájaros? —se pregunta Verónica.

En su Agua Potable Rural deben llenar dos estanques para que el agua baje luego por gravedad. Una vez a la semana llega un camión, pagado por el municipio, que vacía 20 mil litros para repartir: 20 litros diarios por persona; es decir, menos de lo que cualquier chileno usa en una ducha. Hace un par de años la situación fue tan crítica que muchos no tenían agua ni para el inodoro. Entonces, tuvieron que hacer sus necesidades fisiológicas en bolsas plásticas.

El año 2015 la situación hídrica de la zona se fue a pique y la Dirección General de Aguas –el organismo que fiscaliza, entre otras cosas, pozos ilegales- comenzó a pasar multas al encontrar desvíos irregulares de agua. Sin embargo, esto no frenó el robo de agua.

Verónica Vilches compara esta nueva realidad con la que vivió cuando era una niña: “Todo cambió, ha sido brutal, es como una guerra. Antes aquí no había farmacias, no las necesitábamos porque nos curábamos con las hierbas que crecían a la orilla del canal La Ligua. Ahí también nos bañábamos antes de ir al colegio. Pero llegaron los empresarios y cambiaron nuestras vidas, secaron los berros y el toronjil”.

Antes de que la crisis se les viniera encima sin atajo, Verónica Vilches y su familia tenían 50 vacas. Ese mismo año, en 2015, murió de sed la última que quedaba viva.

 

Con información de Pie de Página

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Imagen tomada de Pie de Página

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